Los políticos europeos están
empezando a comprender que de esta crisis no se saldrá maquillando
la realidad. El habitual lenguaje edulcorado con el que se dirigen al
votante, no tiene efecto en los mercados. Como prueba, los sucesivos
fracasos de las uniones bancarias. Caja Madrid, que se tambaleaba por
el ladrillo, pretendió rescatar a Bancaja, que caía a plomo. Juntos
crearon un ente imposible lastrado por la morosidad inmobiliaria.
Cuando se hizo patente la inviabilidad del engendro, alguien tuvo la
idea del banco malo. Se sacaban del balance los activos tóxicos del
ladrillo, parte de los cuales quizás no se lleguen a cobrar nunca, y
se creaba una entidad, Bankia, libre de deuda. Paralelamente se
concebía una sociedad, el Banco Financiero y de Ahorro (BFA), que
asumía todas las deudas y figuraba como matriz y propietaria de
Bankia. Es decir, se barría el salón y se echaba toda la basura a
la cocina. A la primera a la que no le convenció el artificio
contable fue a Sol Bourgon. La jefa de los servicios jurídicos de la
Comunidad Nacional del Mercado de Valores se negó a dar el visto
bueno a la salida a bolsa de Bankia, para evitar futuras
responsabilidades. El esperpento llegó al extremo de que fue una
funcionaria subordinada la que, ante las presiones recibidas,
consintió en firmar. Al poco del estreno, la cotización se desplomó
atrapando a los incautos que se dejaron convencer de la solvencia de
la operación.
La idea, sin embargo, no erraba
demasiado. Desde que se empezaron a vislumbrar los problemas por los
que atravesaba el sistema financiero español, la creación de un
banco malo fue la principal demanda de sus responsables. Lo que
callaban, aunque estaba en la mente de todos, era que de esa entidad
se tenía que hacer cargo el Estado, es decir, los ciudadanos. Con lo
que no contaban era con la actitud de los políticos. Temerosos de
tomar medidas enérgicas pero impopulares o temerosos de que la
medida arrastrara al propio Estado, adoptaron la posición del
avestruz dejando pasar el tiempo. Así, mientras en Alemania
se pactaba a finales del 2008 un rescate a la banca de casi medio
billón de euros, Zapatero sacaba pecho por el mundo. Un breve
repaso por las hemerotecas aclara la forma de enfrentarse a la crisis
de aquel gobierno socialista: No
hay crisis (febrero del 2008), el
sistema financiero español es el más sólido del mundo
(septiembre del 2008) y veo
brotes verdes (mayo del 2009). Como tantas otras veces en España
las medidas se tomaron cuando ya no había más remedio, que es otra
forma de decir: cuando ya era demasiado tarde. En este periodo de
indecisión los intereses al alza de la deuda han castigado de tal
manera a las arcas públicas, que difícilmente tiene margen el
Estado para hacer frente a sus obligaciones. Mucho menos, para asumir
las de los bancos.
Cuando el rescate financiero se hizo
inexcusable, el Gobierno ya no estaba en condiciones de ayudar a
nadie. La banca y el Estado eran dos náufragos que no hacían pie,
tratando de apoyarse el uno en el otro para sacar la cabeza del agua.
Ha tenido que intervenir la Unión Europea en el papel de socorrista
y está por ver que no sea arrastrada al fondo por los que se ahogan.
Pero quienes esperaban más cordura en los políticos europeos que en
los españoles, se equivocaron. La ayuda de 100.000 millones de euros
se concedió en la forma de crédito blando (a bajos intereses), que
en teoría debían devolver las entidades que se acogieran al
rescate, pero en la práctica era la Hacienda Pública la que se
responsabilizaba de lo que estas no devolvieran. De hecho, el devengo
de los intereses será inmediato y a cargo del Estado. Es decir, a
dos personas con problemas para pagar un préstamo, se les da otro
para solucionarlo. Es lógico que siga la escalada de la prima de
riesgo, pues los mercados han interpretado correctamente que el
rescate, antes o después, va a acabar sumándose a la deuda pública.
Las cajas han encontrado financiación. Ahora falta asegurarse de que
su salvamento no suponga la quiebra del Estado. No sería una novedad
en la historia de España. Durante los reinados de los Austrias y los
Borbones lo más común han sido las periódicas suspensiones de
pagos de la Corona. La coherencia histórica, puesto que todavía
reina un Borbón, nos obliga a quebrar y a ponernos en manos de
nuestros acreedores. Olvidar estos pequeños detalles, ocultarlos
como al pariente que nos avergüenza, es lo que hace que la historia
no deje de repetirse. No es difícil imaginarse a cada generación de
españoles de los últimos cinco siglos repitiéndose a sí mismos
que una quiebra como la última no se podría repetir. Qué ternura
despiertan, ¿no?
La economía es sencilla por más que
los economistas la compliquen. Tienes 100, vas a comprar y el pollo
vale 50: lo compras. Tienes 100, vas a comprar y el pollo vale 150:
lo hipotecas; pagas 100 y debes 50. Y esos 50 hay que pagarlos con
dinero fresco. Nunca, en toda la historia de la economía se ha dado
el caso de que una deuda se haya pagado con otra deuda. Las deudas
hay que pagarlas sacando el fajo de la cartera, de golpe o poco a
poco; todo lo demás es ciencia-ficción contable. Qué lejos quedan
los días en los que se nos intentó convencer de que esta era una
crisis de confianza. Todo se reducía a que los banqueros no se
fiaban los unos de los otros. Bastarían unas palmadas en la espalda
y un poco de buena voluntad, para retomar el camino del crecimiento
donde lo dejamos. Cómo se añoran ahora los augurios que perfilaban
el peor de los escenarios futuros como una crisis a la japonesa. Una
tenue depresión melancólica embargaría la economía durante años,
una niebla gris nos impediría ser plenamente felices, llegaríamos a
casa y no tendríamos ganas de jugar con los niños porque la
economía no acababa de despegar, hundida en una confortable
decadencia. Lo que tenemos, en cambio, es la banca a punto de saltar
y nosotros con ella, paro y desahucios, gente viviendo de la familia
como en la posguerra. El mercado es un dios que pide sangre y se la
tendremos que dar. O viene un tío rico de Alemania a sacarnos del
apuro o tendrá que pagar el Estado. Y, como decía el eslogan,
'Hacienda somos todos'. Si no hay nadie más que pueda pagar,
pagarán los de siempre. Rememorando la crisis más grande que ha
pasado España en los últimos cien años, Fernando Vizcaíno Casas
contaba la historia de su familia. Antes de empezar la guerra civil
se hicieron con una pareja de conejos. Estos animales, famosos por su
habilidad reproductora, les permitieron comer carne durante toda la
contienda. No es mala sugerencia: hacer acopio de conejos, porque no
se sabe cuándo volveremos a comer pollo.
Salidas históricas
Es muy difícil censurar que Alemania
se resista a pagar por la mala gestión de los países del sur. En
primer lugar, porque sienta un precedente. Que los derrochadores
perciban sus espaldas protegidas, los incentiva a no enmendarse. Y,
en segundo lugar, por el matiz tramposo que ha adquirido el cuento.
Ya no es la cigarra que le pide cobijo a la hormiga cuando llega el
invierno. Ahora es la cigarra la que se instala en casa de la hormiga
y come de sus provisiones, mientras guarda las suyas debajo del
colchón. En España se hizo mucho dinero durante la burbuja y los
que lo ganaron no lo quieren devolver, claro. Ganaron los bancos y
las inmobiliarias, pero también el particular que compraba un piso
nuevo y lo vendía antes de formalizar las escrituras con una
plusvalía de 6.000 euros. Ganaron los políticos a base de
comisiones y los notarios que salían de la habitación en el momento
de la firma de las escrituras, para no presenciar el intercambio de
dinero negro. En general, todos vivimos por encima de nuestras
posibilidades. Aunque, éticamente hablando, no se pueda comparar al
que especuló y a un peón de la construcción. Uno subía el precio
de la vivienda y el otro se ganaba 3.000 euros al mes en jornadas de
12 horas diarias. El dinero, además, acabó fluyendo para todos. Los
beneficios del sector, los salarios inflados y las plusvalías de las
ventas, acabaron en los concesionarios de coches, las agencias de
viajes, las tiendas de ropa, los supermercados o los restaurantes.
Sus dueños obtenían una ganancia y los trabajadores, una nómina.
Paradójicamente, los funcionarios, los más atacados desde que se
desató la crisis, fueron junto con los pensionistas los que menos
parte sacaron. La fuerte creación de empleo de la construcción,
además, saneó la Seguridad Social y evitó su quiebra. Los
políticos, mientras tanto, iban a la suya. El presidente del
gobierno de la época, en su papel de cigarra, no se conformó con
subirse a la ola. Tampoco quiso privarse de ir cantando por toda
Europa sus bondades. Cuando le recordaban que el tejido industrial
italiano estaba a leguas de distancia del español, Zapatero seguía defendiendo el modelo inflado que había hecho que superáramos en renta per capita a Italia. Esta bravuconería y exhibicionismo de nuevo rico ha
contagiado a Rajoy a su manera. El nuevo presidente, subrayando que
quien presionó fue él a la UE y no al revés, resulta tan
estrafalario que llega a ser en algún momento conmovedor.
El problema de regalar directamente el
dinero a las cajas y bancos en dificultades es la injusticia social
de premiar al culpable. A la ciudadanía no le seduce que se saneen
bancos a su costa mientras los desahucios a particulares aumentan. Y
a los países del norte no les entusiasma el hecho de rescatarnos a
los del sur del descontrol en el que vivimos, después de habernos
visto disfrutar del derroche. ¿Qué opciones de salir de la crisis
quedan, entonces? Hay varias vías que parten del mismo punto: un
país nunca está realmente en quiebra, siempre queda dinero. Los
emperadores, los reyes, los presidentes saben encontrar bienes que
vender. Y cuando se acaban, venden a los ciudadanos. ¿Cómo? De
diversas maneras, unas más sutiles que otras. Lo que tiene que
quedar claro es que el problema de fondo es la deuda pública, porque
el problema de los bancos se va a acabar solucionando con dinero
aportado por el Estado. Los bancos devolverán lo que puedan y lo que
no, acabará aumentando la deuda española. Por lo tanto, entender
cómo se sale de esta crisis pasa por preocuparnos de solucionar el
problema de la deuda.
La manera más inmediata es subir los
impuestos, pero contrae la economía. El aumento de impuestos llega
al Estado y de las arcas públicas va a pagar la deuda. La parte que
sirve para pagar a deudores españoles (bancos principalmente)
revierte en la economía, siempre que los bancos recuperen la
confianza y abran el grifo de los créditos. La parte que va a parar
a manos de acreedores extranjeros es dinero que sale directamente de
la economía y la contrae. Al salir dinero del sistema, baja el
consumo; al bajar el consumo, las empresas venden menos, despiden a
trabajadores, que tienen menos dinero, que compran menos, etcétera.
Por supuesto, la espiral no es eterna. En un punto de equilibrio se
estabiliza. La principal resistencia a aplicar este tipo de política
es la propia democracia. En los tiempos del legendario Robin Hood,
cuando Juan sin Tierra necesitaba dinero para ir a la guerra, no
tenía más que subir los impuestos. El sheriff de Nottingham mandaba
a sus hombres armados a hacer la recaudación y no había mayores
contratiempos. El procedimiento era efectivo. En la actualidad nada
impide a un gobierno actuaciones similares. Los inspectores de
hacienda han sustituido la ballesta por el bolígrafo, pero cumplen
el mismo cometido que los hombres del sheriff. No habría, pues,
mayor problema, si no fuera por el detalle de que en un régimen
democrático hay elecciones cada cuatro años. Y ya sabemos que los
políticos suelen ser reacios a implementar medidas que pongan en
juego su puesto.
Por suerte o por desgracia, existen
otros mecanismos más sutiles para conseguir lo mismo. El ciudadano
acaba igual de pobre y el político le puede echar la culpa al
mercado. La maniobra consiste en que el Gobierno imprima billetes
para pagar lo que debe. Prácticamente se pone en el papel de los
falsificadores de moneda, pero con la ventaja de que esta nueva
moneda se hace con las máquinas buenas y pasan a ser de curso legal.
Con esta argucia se inunda el país de moneda. ¿Qué ocurre? Que si
antes necesitabas comprar un pollo y tenías 100 euros, pagabas 100
euros o te morías de hambre. El que solo tenía 90 euros, se quedaba
sin pollo. Tras la oferta extra de dinero, como el número de pollos
no ha aumentado, puede que alguien tenga 120 euros y esté dispuesto
a desembolsarlos para quedarse con el pollo. Al que antes tenía 100
euros, si no le ha llegado nada del nuevo dinero, se queda sin pollo.
Y no digamos el que tenía 90. Los 20 euros extra que se pagan por el
pollo es la inflación, que se dispara siempre que aumenta la
cantidad de dinero disponible sin que la producción varíe. En pocos
años, una inflación del 15% se come la mitad de los ahorros de una
familia. El empobrecimiento de la población es el mismo que con la
subida de impuestos, pero la responsabilidad de los políticos queda
más diluida. Normalmente, se culpará a la macroeconomía y
tan contentos.
Obviamente, España no puede poner en
marcha este mecanismo, porque no es la dueña de su moneda. La
potestad de emitir dinero corresponde al Banco Central Europeo. Si
este decide no ejercerla, otra salida de la crisis es a la argentina.
Al igual que el país sudamericano abandonó la convertibilidad
peso-dólar, España siempre está a tiempo de abandonar el euro. El
gobierno establece un tipo de cambio de 1 peseta por cada 1.40 euros
que haya en los bancos, como hizo Argentina, y se queda con la
diferencia. Ahora, si eligiendo la peseta lo que se pretende es
reflejar fidedignamente el retroceso en años del poder adquisitivo
que supondría abandonar el euro, la nueva moneda bien se podría
llamar real o, incluso, maravedí. Todos seríamos más pobres y el
Estado tendría dinero para pagar a sus acreedores. El problema es
que el euro no desaparece como desapareció la peseta el 1 de enero
del 2002. Sigue siendo la moneda de curso legal de otros países.
Muchas personas podrían preferir conservar sus ahorros en euros
antes de que la nueva moneda fuera obligatoria. En progresión
geométrica los ahorradores acudirían a sus bancos a retirar euros
para guardarlos bajo el colchón. Al locutor que anunciara los
primeros movimientos, no le daría tiempo ni a terminar la noticia
antes de tener que anunciar que oficialmente en España había un
corralito.
Verdaderamente, la salida del euro no
es indispensable. Es cierto que con la moneda única los países
menos eficientes no pueden recurrir a la devaluación para que las
exportaciones sean más competitivas. La carencia de esta herramienta
hace que las diferencias entre las regiones del euro se acentúen.
Sus balanzas de pagos se deterioran, cada vez compran más y venden
menos. Aunque sorprenda, no es una novedad. Cuando circulaba la
peseta, se producían dentro de España los mismos desequilibrios
entre las regiones y ninguna pidió acuñar su propia moneda. La
solución natural que ofrecía el mercado era la emigración. Si no
fluyen los capitales, tienen que fluir las personas. En consecuencia,
todo el centro se deshabitó más de lo que ya estaba y la población
y la industria se concentraron en la periferia (Cataluña y el País
Vasco, principalmente) y en la excepción madrileña. Quizás nos
tengamos que ir haciendo a la idea. Se empieza poco a poco. Un
individuo se va solo a la aventura y, una vez establecido, prepara el
sitio para el núcleo familiar y algún amigo temporal al que pueda
albergar, que vuelve a empezar el ciclo. En cinco generaciones García
es el apellido más común de Düsseldorf. Si los alemanes no quieren
bailar jotas en las fiestas del pueblo, ya saben lo que les conviene.
La crisis como oportunidad
En resumen, si nadie nos ayuda, solo
hay una forma de salir de esta: con el dinero de los contribuyentes.
Ya sea a través de impuestos o depreciando los ahorros a través de
la inflación. La ironía es que el esfuerzo ya lo estábamos
haciendo. El tren de vida que se gastaba en España lo sufragaban las
familias atrapadas en hipotecas a 40 años a las que dedicaban un
sueldo íntegro todos los meses. Esa fue la burbuja: millones de
españoles pagando hipotecas desorbitadas. De ahí salió todo el
dinero que creó a los nuevos ricos. Los que recibieron ese dinero a
espuertas, ya han hecho caja. Pasarán la crisis bien aprovisionados.
Los demás pagaremos los platos rotos de la banca con nuestro sudor.
Y cuando dentro de muchos años miremos atrás, nos diremos: 'Después
de tanto esfuerzo, ni siquiera tenemos casa'.
No todo es negativo en una crisis, sin
embargo. Crisis significa cambio. Por eso en el mundo de los negocios
se entienden como periodos de oportunidades, momentos idóneos para
la osadía. La parte positiva de una depresión como la que vivimos
es que obliga a adoptar medidas drásticas. Aquellas que nunca se
hubieran tomado en tiempos de bonanza por la pusilanimidad de los
políticos. De lo que se trata es de que las decisiones, con
independencia de la finalidad inmediata, no pierdan nunca de vista
dos criterios: erradicar lo perjudicial e incentivar lo deseable. De
este modo saldremos de la crisis con los cimientos reforzados.
La burbuja
Antes de proponer reformas económicas
concretas, no estará de más preguntarnos cómo hemos llegado a este
punto. Lo primero es comprender cómo se desarrolla una burbuja. Uno
de los ejemplos históricos fue la burbuja del tulipán que afectó a
los Países Bajos en la primera mitad del siglo XVII. La escasez de
tulipanes en combinación con una demanda consolidada hacía de su
cultivo un negocio rentable. Este es el primer empujón, el que lo
echa todo a rodar. Pero todavía hace falta la intervención de otro
factor para explicar el fenómeno. En un mercado sano la rentabilidad
atrae a los inversores y aumenta el cultivo de tulipanes y la oferta
de los mismos. Al haber más tulipanes en el mercado, bajan los
precios, la rentabilidad de la inversión disminuye y el negocio
pierde atractivo. Poco a poco, los precios (la oferta y la demanda) y
la rentabilidad de las inversiones se estabilizan. La burbuja
consiste en salirse por la tangente de este mecanismo de ajuste. En
un determinado momento la rentabilidad de los tulipanes crea
expectativas. Los propios vendedores se lanzan a comprar
tulipanes (bulbos) para plantarlos, cultivarlos y ponerlos a la
venta. Eso es lo que pasó con la vivienda. Se compraban las
viviendas para revenderlas, incluso en plazos muy cortos, con
beneficio. La demanda había aumentado porque a los compradores que
querían la casa para habitarla se les habían sumado los que las
compraban para especular. En consecuencia, los precios subieron
provocando que su construcción se hiciera apetecible. Nuevos agentes
entraron en el sector de la construcción que daba tantas ganancias.
Su competencia hizo subir el precio del suelo, de la mano de obra,
del cemento, del ladrillo, de la ferralla, de los cristales, de las
tuberías, etcétera. Cada vez había más casas y cada vez costaban
más, pero la espiral ya tenía vida propia. A los intermediarios que
florecieron especulando con la compra-venta se les unieron
particulares con algo de dinero que entraron en la espiral
alimentándola. ¿Cómo terminó todo? Pues igual que la burbuja del
tulipán. El 5 de febrero de 1637 se vendió un lote de tulipanes por
90.000 florines. Fue la última gran venta. Al día siguiente, un
lote menor al precio de 1.250 florines no encontró comprador. En
cuestión de meses el mercado de tulipanes había hecho crack.
¿Cómo se sabe que hay una burbuja?
¿Tan difícil es detectarlas? Al contrario, determinados indicadores
las anuncian claramente. Cuando un producto vale más en el mercado
de segunda mano, que cuando se compró nuevo, hay altas
probabilidades de que se trate de un mercado burbujista. Eso es lo
que pasaba con las casas. Sin necesidad de mejoras en el barrio
(nueva boca de metro, acondicionamiento de jardines) los inmuebles no
se depreciaban como los coches o los ordenadores. Antes bien, su
revalorización absorbía la inflación. Lo perverso del ladrillo
es que afectó a bienes de primera necesidad. Excepto los que
heredaron una vivienda, todos los demás han tenido que entrar a la
fuerza en ese sinsentido; lo mismo da si fue comprando o alquilando.
Y, más injusto aún, la subida de precios perjudicaba solo a quienes
no especulaban con ella, a los que compraban un inmueble como
vivienda habitual. Porque a los especuladores los precios les
interesaban lo más altos posibles, para incrementar las plusvalías.
A los mercados, sin embargo, estas consideraciones éticas no les
influyen. Y a los políticos parece que tampoco. Tardaron mucho en
desprenderse de la inercia que arrastraban. Se intentaron agarrar a
imaginarios repuntes del precio de los pisos. La única solución que
veían era inflar más el chicle, diferir el problema. Pero esta
solución responde más a los deseos que al mundo de lo real. De esta
burbuja hemos salido endeudados de por vida y sin casa. Como país la
construcción absorbió los mejores recursos. Los márgenes de
beneficio sustrajeron dinero de sectores estratégicos. La industria
languidecía y los jóvenes fueron arrancados de las universidades.
En vez de formarse optaron por el dinero rápido. Ahora que se los
necesita, no están ahí.
El sistema
financiero
Esto fue la burbuja, tan solo el origen
de la crisis. Para entenderla en su totalidad, falta dejar claro un
concepto: la diferencia radical que existe entre las causas de una
crisis y las causas que no permiten salir de ella. Las primeras las
acabamos de discutir ampliamente: la creadora de las crisis siempre
es la avaricia, cualquiera que sea el camino que encuentre para
expresarse. Por eso, una vez que estamos inmersos en la recesión,
con la burbuja pinchada, mirar hacia el origen no sirve de nada. Lo
más inmediato en estos momentos es aislar las resistencias que opone
el mercado a enderezar la economía. En esa dirección apunta la
siguiente pregunta. ¿Cómo se ha trasladado la burbuja inmobiliaria
al sistema financiero? Si ha quedado claro que los especuladores se
quedaron el dinero y las familias que se hipotecaron de por vida para
comprar sus casas fueron las que pagaron y seguirán pagando la
burbuja, el sistema financiero fue el que la financió, el cooperante
necesario que adelantó el dinero. He aquí los tres actores de un
crimen. Solo falta el arma: el sistema de crédito hizo las veces de
objeto contundente. Veamos cómo funciona con un ejemplo. Andrés
tiene 100 euros en una cuenta corriente que no necesita de momento.
Como el banco sabe que Begoña necesita 90 euros, se los presta del
dinero de Andrés para que se compre un móvil en la tienda de
Carlos. Carlos hace la compra de la semana con los 90 euros en la
tienda de Daniela, que los ingresa en su cuenta corriente. El banco,
que debería tener en su caja fuerte los 100 euros de Andrés más
los 90 de Daniela, en realidad solo tiene los 90 de Daniela más un
pequeño porcentaje del de Andrés por si decide sacar algo de
efectivo; en el ejemplo, 10 euros (un 10%). Pero no se detiene y
guarda 9 euros de Daniela y le presta el resto, 81 euros, a Elías,
que necesita un ordenador y se lo compra de segunda mano a Fátima,
que ingresa el dinero en el banco y vuelve a ser prestado excepto los
8 euros, el 10% de cada depósito que mantiene por precaución el
banco en la caja fuerte para cuando Andrés, Daniela o Fátima
necesiten algo de efectivo. El banco debería tener ahora los 100
euros de Andrés más los 90 de Daniela más los 81 de Fátima. Lo
que en realidad tiene en la caja es el 10% de cada uno de los
ingresos: 10 euros de Andrés más 9 de Daniela más los 8 de Fátima;
en total, 27 euros. Si estos tres clientes decidieran sacar todo su
dinero del banco de una vez, 100 euros de Andrés más 90 de Daniela
más 81 de Fátima, es decir, 271 euros, lo máximo que podrían
llevarse sería 27, el tanto por ciento que guarda el banco por
precaución. Normalmente, no suele ocurrir que todos los depositantes
quieran sacar su dinero de las entidades financieras. Esto solo suele
ocurrir en situaciones de crisis... en las que la desconfianza se
puede materializar en un pánico bancario. O, como lo llaman más
descriptivamente los sudamericanos, en una corrida bancaria. Ese
correr al banco a sacar todo el dinero antes que los demás
está perfectamente plasmado en la película '¡Qué bello es
vivir!'.
Ambientada en la crisis de 1929, una de
sus escenas muestra a los clientes de un banco agolpándose en la
ventanilla para retirar el dinero de sus cuentas. George Bailey,
interpretado por James Stewart, les explica que ese dinero no lo
guardan en la caja fuerte, que lo han prestado para pagar la casa de
los Kennedy, de la Sra. Macklin y cientos de casas más; que
devolverlo supondría ejecutar las hipotecas o los créditos de sus
vecinos. Uno de los clientes insiste en que por los 242 dólares que
él quiere retirar, nadie se va a ir a la ruina. Y tendría razón,
si no fuera porque detrás de él hay cola para hacer lo mismo hasta
dejar al banco sin fondos. George consigue convencerlos de que solo
retiren lo estrictamente necesario para vivir al día o el banco
quebrará y lo perderán todo. Ese dinero que el banco se puede
permitir devolver es el 10% de nuestro ejemplo que guardan todos los
bancos sin prestarlos, para cubrir las necesidades diarias de sus
clientes. En términos técnicos ese porcentaje se llama coeficiente
de caja y representa la parte del dinero de sus clientes que una
entidad financiera no puede usar. Por ley las entidades financieras
están obligadas a respetar un determinado coeficiente de caja. Por
lo tanto, cuando un cliente ingresa dinero en su cuenta corriente, el
banco hace tres montones: uno es el coeficiente de caja que está
obligado a guardar por ley; otra parte es el efectivo que estima que
sus clientes van a necesitar en efectivo y, por último, el montón
mayor con diferencia, el que destina al crédito.
Resulta irónico que la explicación de
manual de los fallos del sistema bancario la dé una película que es
emitida todas las navidades y, aun así, sigamos igual de expuestos
que cuando se estrenó en 1946. Ilustra fielmente el proceso de
deterioro bancario de una crisis. Los morosos están representados
por los 8.000 dólares del banco que pierde el tío Billy. Aunque
hubiera reflejado mejor el riesgo aceptado que supone todo crédito,
si los 8.000 dólares los hubiera perdido en juegos de azar. El señor
Potter, que se los queda, representa a los especuladores que
vendieron antes del estallido. Y la corrida bancaria anticipa el
destino de los bancos que jugaron demasiado al juego del crédito.
Pero lo más impensable de todo es que ofrece la solución a la
crisis bancaria. Al final de la película, Clarence, el ángel sin
alas, convence a George de que el mundo sería peor sin él. Que es
más de lo que la mayoría estaría dispuesta a rubricar hoy en día
sobre un banquero. En cualquier caso, el milagro económico se
produce al volver George a casa y encontrar que el agujero de 8.000
dólares de su banco había sido compensado con las aportaciones
voluntarias de sus vecinos. Y esta va a ser la única forma de sanear
las cajas y demás entidades de ahorro. Serán los vecinos o los
contribuyentes los que de mejor o peor grado, con impuestos o vía
inflación, acaben saneando la banca. Qué pena que las películas de
Hollywood hayan perdido esta genial capacidad de calcar la vida y qué
pena que no existan banqueros como George Bailey a los que rescatar
sin sentirse estafados.
Qué pena, también, que no se pueda
dejar caer a los bancos. Es una frase que se ha oído mucho desde que
quebró Lehman Brothers. Alude al hecho perverso de que la quiebra de
un banco es diferente a la de una compañía industrial. Dejaremos de
lado, para simplificar, los efectos que la desaparición de toda
empresa acarrea a sus trabajadores, proveedores, acreedores y entorno
económico general. Cuando una empresa industrial no puede asumir sus
deudas ni hay previsión de que pueda en el futuro, quiebra.
Significa que se vende la empresa a trozos o entera para pagar a los
acreedores. Los accionistas lo pierden todo. La justicia económica
triunfa: los dueños de la empresa no han sabido gestionarla y asumen
las pérdidas como asumieron las ganancias en los buenos tiempos. Con
las entidades financieras no valen las mismas reglas por las
características especiales del producto con el que negocian.
Mientras GM saca dinero de los coches que produce, los bancos lo
hacen prestando dinero que no es suyo, sino de los clientes que abren
una cuenta corriente en sus oficinas. Si un banco o una caja de
ahorros quiebra, no solo lo pagan los accionistas que se quedan sin
dinero, sino los depositantes, que pierden el dinero de sus cuentas.
El equivalente sería que una empresa guardamuebles además de
cobrarnos por guardar nuestras pertenencias, hiciera negocio con
ellas sin nuestro permiso. Y al ir a retirarlas nos encontráramos
con que no las tenían, que las habían alquilado por un módico
precio mientras no las usábamos. Una situación así sería
intolerable además de estar tipificada en el código penal como
apropiación indebida. Pues bien, cuando los mismos hechos afectan a
nuestro dinero, no solo no están castigados, sino que la ley los
ampara e incentiva.
Para un estado nunca es bueno que un
banco quiebre, por la terrible contracción de la demanda que
supondría, por el desempleo y por otras razones económicas. Pero en
una situación como la actual, rescatarlo supone un plus de
injusticia social. Con la excusa de rescatar a los ciudadanos que
tienen el dinero depositado en él, se rescata a los accionistas, que
son los culpables de la bancarrota. El precedente quedará en la
memoria para el futuro y los dueños de los bancos se sentirán
seguros e impunes. Si el dinero público les cubre las espaldas ante
cualquier decisión ruinosa, no tienen ningún incentivo en mejorar.
A todos los efectos, equivale a suprimir la competencia; los bancos
españoles serán cada vez peores. Con el agravante de que al Estado
español no le sobra el dinero. Si le sobrara, el debate quedaría
reducido a un asunto ético. Pero el alto precio que las arcas
públicas deben pagar por la financiación de su deuda, hace de un
rescate bancario una cuestión de supervivencia. Sin ayuda exterior
el rescate que necesitan las cajas supone la ruina de la Hacienda
española. Los ahorros inocentes atrapados en medio, se ve ahora, son
el gran salvavidas de la banca. Sin él, habría quien entre la
quiebra de la banca y la del Estado, elegiría la de la banca. Este
salvavidas perverso debe desaparecer. En lenguaje técnico supone
exigir un coeficiente de caja del cien por ciento. Esto es, que
cuando un cliente ingrese 100 euros en el banco, la entidad
financiera no los pueda tocar, se limite a custodiarlos sin usarlos
como fuente de crédito. Se volvería a la vieja separación de
bancos comerciales y de inversión. Los primeros serían los que
actuarían como meras cajas fuertes guardando el dinero de los
ahorradores menos propensos al riesgo. Los segundos continuarían
siendo el nexo entre los ahorradores y los inversores. Usarían el
dinero de sus clientes para conceder créditos como hasta ahora, pero
con una diferencia importante. Los clientes les cederían su dinero a
cambio de un interés voluntariamente y con plena conciencia del
riesgo que implica. Moralmente no podrían exigir un rescate. Y no
verse respaldados por dinero público los haría más eficientes. Los
bancos comerciales o bancos caja fuerte, obvio, volverían a poner de
moda las comisiones, pues ese sería su negocio. Con semejante
reestructuración, los ciudadanos de un país quedarían mejor
protegidos y a las entidades bancarias no les quedaría más remedio
que mejorar su productividad, su gestión y su competitividad. Pero,
si de lo que se trata es de proteger a quien no quiere arriesgar su
dinero, ¿por qué no dar el último paso? El Estado presiona al
ciudadano a usar los bancos con fines de control fiscal. Cualquier
transacción de cierta envergadura pagada con billetes es sospechosa
de blanqueo de dinero. El individuo se ve indefenso ante una subida
de comisiones pactada por los bancos. La coherencia manda implementar
un sistema público de transferencias electrónicas que permita a una
persona elegirlo o continuar con la banca privada. Al final, si el
dinero es público, si los billetes solo los imprime el Estado, la
lógica apunta a dar la opción de que los movimientos de dinero
también estén vigilados, tutelados, por el Estado. Indudablemente,
para que el ciudadano se fiara, debería haber una cláusula
constitucional de salvaguardia aprobada por una mayoría cualificada
que dejara claro que el Estado en ningún momento podría disponer de
esos fondos en modo alguno. El dinero debería permanecer bloqueado,
solo al acceso del ciudadano, sin que se moviera un solo bit ni para
limpiar el polvo.
Lo importante, en cualquier caso, es
comprender el problema y su envergadura. Porque cambios tan radicales
solo son factibles en el largo plazo. Ponerlos en marcha de un día
para otro tendría como consecuencia una contracción extraordinaria
de la oferta monetaria y, paralelamente, de la economía. Impedir que
los bancos puedan especular con los depósitos a la vista de sus
clientes sin pedir permiso debe ser un objetivo a largo plazo, el
faro de la economía hasta que se alcance el objetivo. El ideal de un
coeficiente de caja del 100% no es descabellado. De hecho, el encaje
bancario, otra forma de llamarlo, siempre ha sido una herramienta en
manos de los gobiernos para controlar la oferta monetaria. No es un
tótem intocable. La prueba es que varía según los países. Por
ejemplo, Estados Unidos lo tiene del 10%; Venezuela, del 17% y la
Unión Europea, del 1%, o sea, que de cada 100 euros que hay en una
cuenta bancaria, el banco solo tiene la obligación de mantener en
metálico un euro, el resto lo puede prestar. La inercia puede
hacernos creer que una reforma de tal trascendencia es inviable en
economía, cuando la norma es la contraria. Los gobiernos están
acostumbrados a emprender transformaciones de mayor calado sin
despeinarse. Recordemos que cuando Richard Nixon, sin consultarlo con
el resto de países, abandonó el patrón oro, tardó más tiempo en
decidir cuándo se anunciaba, que en aprobar la medida, según
contaron después miembros de su gabinete. No se menciona el hecho
caprichosamente. La rapidez con que se tomó la decisión, se explica
por las urgencias del gobierno americano para financiar la guerra del
vietnam. Como los Estados Unidos de los setenta, la crisis europea es
el entorno perfecto para tomar medidas osadas.
La idea de establecer gradualmente un
encaje bancario del 100% se encontrará con fuertes resistencias,
normalmente de las personas que se benefician del sistema actual.
Aquellas a las que no les importa que un autónomo se arruine o cien
trabajadores se queden en paro, pero solicitan dinero público para
que su banco no entre en concurso de acreedores. Los bancos nunca
serán eficientes así, porque cuando se salta con red, se llega más
alto, pero también se cae más veces. Multiplica las burbujas,
porque se toman mayores riesgos cuando se sabe que si la entidad cae,
encontrará la red del Estado para amortiguar el golpe. Tan evidente
es esto como que el crédito es necesario en una economía. En ese
sentido de facilitadores del crédito, el sistema financiero juega un
papel crucial. Pero los beneficios que produce no justifican su
perversión. El crédito no puede estar basado en tomar el dinero de
los depósitos a la vista sin permiso. Los apuros en los que se están
viendo las cajas de ahorros en esta crisis son la prueba palmaria de
que esta prerrogativa tiene que ser suprimida. Porque no son
exclusivos de la presente crisis. En toda crisis lo primero que falla
es el crédito poniendo en la picota a las entidades financieras.
Pasó en el 29, está pasando en nuestros días y volverá a pasar.
De lo que se trata es de que no paguen justos por pecadores y que los
que no quisieron arriesgar su dinero, no se vean perjudicados si un
banco quiebra. Que se responsabilicen de las pérdidas los que se
llevaron las ganancias. Por supuesto, habrá grupos de presión que
intenten que nada cambie, negarán la evidencia e, incluso, la
crisis. Adoptarán la estrategia negacionista de los que declaran que
el antiguo Egipto no tenía los conocimientos necesarios para
construir las pirámides, cuando la evidencia suprema de que sí los
tenía es que las pirámides están ahí, enfrente de sus narices.
Lástima que las crisis se desvanezcan en el recuerdo tan pronto como
se superan. No tienen la consistencia sólida de las pirámides para
que políticos y economistas no olviden que han existido y que están
ahí esperando la oportunidad de renacer. Si está claro que el
sistema produce desórdenes graves, es hora de cambiarlo. El resto de
la economía ya se ajustará a las novedades. Si los bancos ya no
conceden hipotecas, se vive de alquiler. En poco tiempo aparecerán
ventas de pisos a plazos con opción de compra. La figura ya existe,
se llama leasing, y soluciona el problema de quienes no pueden
acceder a un crédito bancario regular. Es la demostración de la
facilidad que tiene el crédito para abrirse camino entre las
dificultades y florecer bajo mil figuras distintas.
Las
oportunidades
El impulso de las crisis debe ser
aprovechado en beneficio de la sociedad. La depresión es el momento
exacto del ciclo económico en el que los agentes que han provocado
el desastre son más vulnerables. Mientras los efectos de la crisis
sean visibles, los agentes especuladores y del sistema
financiero-político que la consintieron estarán expuestos. En estos
momentos es cuando hay que cambiar el marco legal para corregir los
desajustes. Una oportunidad así se da pocas veces en un siglo. De
cómo se aproveche dependerá que de la crisis se salga con las
estructuras reforzadas o arrastrando deficiencias históricas, más
predispuestos a recaídas cíclicas que a la competencia.
De las crisis del petróleo de los 70
salimos con la lección de la eficiencia energética aprendida. En
Europa se acabaron los edificios y vehículos diseñados como
sumideros de energía fósil. Se impuso la sensibilidad ecológica
como fórmula para abaratar la factura energética. Sectores
industriales como el naval, que no podían competir con los
astilleros coreanos, o el siderúrgico echaron el cierre o recortaron
la producción. Solo sobrevivieron las excepciones que introdujeron
la tecnología como valor añadido. Hoy sería impensable deshacer el
camino andado. Prueba de que aquellos recortes fueron acertados.
En 2012 estamos en una situación
parecida. Nadie duda de que vamos a pasar penurias, porque ya lo
estamos haciendo. Pero si no se aprovechan los ajustes para
fortalecer la economía, el sufrimiento habrá sido en vano. La
actuación del Gobierno debe estar orientada en ese sentido. No se
pide que el Estado intervenga como agente productivo. En ese papel
suele ser poco eficiente y resta recursos a la iniciativa privada. Se
debe limitar a señalar el camino. En estas condiciones el mercado
cumple muy bien su cometido de expulsar a las empresas menos
competitivas en favor de las que se adaptan mejor a las nuevas
condiciones. Por ejemplo, si se necesita aumentar la recaudación, la
subida de impuestos debe castigar más a aquellas actividades que
queramos penalizar. La mayor carga impositiva debe recaer en empresas
contaminantes o en sectores poco eficientes. En contrapartida, los
recortes deben ser más suaves en sectores estratégicos como las
renovables, los vehículos eléctricos o los edificios ecológicamente
sostenibles. Con medidas de este tipo es suficiente. Las subvenciones
a sectores no rentables como el del carbón son de los primeros
gastos que se pueden suprimir, ya que absorben recursos de otros
sectores más deseables. Aun con subidas de impuestos, la labor de
las empresas que invierten en I+D debe quedar reflejada, en
comparación, con un trato impositivo favorable.
En la Administración el margen de
ahorro que pueden suponer políticas de este tipo es amplio. La
primera es acelerar la implantación de la administración
electrónica para que el ciudadano no pierda horas de trabajo
haciendo cola; el fomento de los certificados digitales y el DNIe en
el mismo sentido. El repago se entendería mejor que en la sanidad,
en la justicia, si penalizara el envío de información en papel. El
envío de citaciones y expedientes por correo electrónico ahorraría
costes y agilizaría trámites. Marcar el paso en la sustitución de
software de pago por alternativas libres y gratuitas.
Leyes que reforzaran los mecanismos
antideuda serían bienvenidas. Entrarían en la categoría aquellas
que favorecieran el alquiler reduciendo el plazo para desalojar a
inquilinos morosos. Dar la posibilidad de abandonar un trabajo
cobrando el paro después de un mes sin cobrar la nómina. Y la gran
medida pendiente en España: despolitizar las cajas de ahorros.
Entregar su gestión a profesionales que se guíen por criterios de
mercado. Sustraerlas a los tratos de favor con los políticos, de
manera que dejen de ser la fuente de financiación de sus proyectos
megalómanos. Por una vez se podría pensar a largo plazo y
adelantarse a un futuro sin hidrocarburos. Dinamarca
ha aprobado hace poco un plan estratégico para prescindir de ellos
completamente en el año 2050. No estaría mal empezar a planear
algo.
Son actuaciones que cuando no mejoran
la competitividad de la economía, al menos, le despejan el camino.
Mirar hacia otro lado, no fomentar la competitividad, subvencionar
sin ningún plan más allá de evitar el concurso de acreedores, no
simplificar la burocracia; todo ello engendra empresas cada vez menos
beneficiosas a las que hay que rescatar cuando ya son demasiado
grandes.
Recapitulación
Ya estamos en condiciones de comprender
el ciclo completo de la crisis. El desastre de las hipotecas subprime
americanas en España solo actuó como espoleta. En términos
cuantificables, el sistema financiero español no estaba muy
expuesto. Aunque es indudable que algo le afectó directamente y a
través del impacto que tuvo en países de de zona euro como Alemania
y el Reino Unido. Pero sin una burbuja propia, hace tiempo que el PIB
estaría creciendo de nuevo. Las subprime fueron la primera
pérdida, ese primer lote de tulipanes de 1.250 florines que no
encontró comprador. Sin embargo, para los bancos españoles no fue
una pérdida importante cuantitativamente, sino emocionalmente.
Recordemos que las burbujas nacen por las expectativas de
ganancias y mueren por lo mismo. Aquella no venta de tulipanes
generó expectativas de pérdidas, las mismas que el desplome de las
subprime. Tanto se había hablado en España de la burbuja
inmobiliaria, tanto creímos por puro voluntarismo que duraría
eternamente, que cuando la realidad de Estados Unidos nos abrió los
ojos, faltó tiempo para salir en estampida. Demasiado tarde. Fichas
de dominó, castillos de naipes; no hay ni que mencionarlos. Ahora,
una vez que estamos dentro de la crisis, el dinero para salir lo
tiene que aportar alguien. Pueden ser los que se quedaron atrapados
por el fin repentino de la burbuja, asumiendo pérdidas; pueden ser
los ciudadanos para evitar daños mayores mediante alguna de las
imaginativas medidas que ofrece la política económica para sacarles
el dinero (subir impuestos, imprimir euros) o nos puede ayudar la UE,
que supone que la cuenta la paguen los ciudadanos de toda Europa. En
cualquier caso, la ayuda vendría acompañada de recortes parecidos a
los que se han adoptado en Grecia. En función de cómo se encajen
los recortes, España saldrá de su convalecencia reforzada o más
enferma. La fuerza con que nos golpea la crisis puede destrozar la
economía o puede ser aprovechada, como en el judo, en beneficio
propio.
Es inevitable que algunas medidas se
acojan con recelo y otras tengan que superar una gran resistencia.
Una de las más polémicas será el objetivo a largo plazo de que las
entidades financieras solo puedan disponer de los depósitos a la
vista de sus clientes (las cuentas corrientes) con la expresa
aceptación de estos. El encaje bancario o coeficiente de caja del
100%, que es el nombre técnico de esta meta, encierra en sí mismo
una paradoja curiosa. Saca a la luz del mediodía el engranaje
interno de la política. Es una medida que favorece al ciudadano. Los
depósitos a la vista deberían estar protegidos por la misma
garantía constitucional que la propiedad privada. Bien explicada la
norma, no encontraría gran oposición en la ciudadanía y, por
consiguiente, no pasaría factura electoral. ¿Dónde está el truco?
¿Por qué no se le da rango de ley? Algo tendrán que ver los grupos
de presión del poder económico que cabildean para mantener el statu
quo. Si los lobbies han convencido a los políticos,
entonces debería ser el sistema financiero el que gobernara, para
pedirle responsabilidades directamente a él. Si, por el contrario,
los diputados no le dan categoría de ley maniatados por presiones
del poder económico (los grandes bancos y empresarios), la situación
es más grave. ¿A qué tipo de presiones están sometidos, llegan al
chantaje, hay intercambio de favores, se perdonan deudas de los
partidos políticos, se indulta a dirigentes bancarios? También cabe
la posibilidad de que solo sea por ignorancia.
En cualquier caso, la crisis ha hecho
cada vez más evidente la necesidad de reivindicar el funcionamiento
del mercado desde la izquierda y rescatarlo del secuestro neoliberal.
El sistema de fijación de precios en función de la oferta y la
demanda es una herramienta bastante más eficiente que cualquiera de
las alternativas que se han probado. Pero para que sea eficaz, el
mercado debe estar libre de vicios, no como ahora. La intervención
del Estado es solicitada por los liberales que defendían el laisser
faire cuando de repartir las ganancias se trataba. Lo que hay que
reivindicar es justo lo contrario: que el Estado intervenga antes,
para garantizar el correcto funcionamiento del mercado. De lo
contrario, tenemos las ganancias guardadas a buen recaudo por los que
participaron de la burbuja y las pérdidas repartidas entre todos,
culpables e inocentes. En vez de dirigirnos a una sociedad más
igualitaria, asistimos a una redistribución de la pobreza mientras
la riqueza está cada vez más concentrada en pocas manos. Desregular
el sistema financiero, dejarle campar a sus anchas, conducirá a
nuevas islandias. Países con un sistema bancario mayor que el propio
estado e imposible de rescatar. Si el neoliberalismo es eso, que el
estado rescate a empresas que tomaron decisiones erróneas, se parece
bastante al socialismo. No es necesario armar tanto escándalo
pregonando la mayor eficiencia de lo privado sobre lo público.
En suma, España necesita una
regeneración política tanto como económica. Y la crisis es el
momento ideal para acometerla. Los votantes ya están dirigiendo sus
miradas demandando respuestas. El objetivo del encaje bancario del
100%, la despolitización de las cajas, mayor transparencia política,
terminar el conchabeo entre el poder económico y la política; son
metas que deben vencer grandes resistencias. La principal, el
inmovilismo de las capas favorecidas. Pero ahora que los peligros de
desregular los mercados se han materializado, es la hora de actuar.
Porque los grupos de presión que se cobijan detrás del poder están
debilitados desde el instante en que las portadas de los periódicos
reflejan todos los días los efectos de sus políticas
desreguladoras. Las tácticas de desviar la atención o mirar a otro
lado no surten efecto ante una realidad tan devastadora y
omnipresente. La tarea es ardua porque las medidas a tomar deben ser
aprobadas por aquellos a los que perjudican directamente, por
aquellos que verán recortados sus privilegios. Mantenemos la
esperanza de que la presión les acabe llegando desde la calle y las
urnas. El mensaje es claro. A los políticos que no lo entiendan, se
les podrá contestar, como en aquel chiste picante, lo mismo que al
pasajero que va sentado en el autobús, cuando la mujer que tiene al
lado le suelta airada:
—¡Oiga, qué está usted
haciendo!
—¿Yo? Nada.
—Pues quítese y que se ponga
otro.